Un viaje en busca de lo invisible
Belén López Peiró
30/06/2025
Era enero de 2024, empezaba a sentir los cambios. Hacía una semana, la primera náusea. Manejaba rodeada de abetos, camino al Parque Natural del Montseny. Nada raro teniendo en cuenta la altura del macizo, más de mil setescientos en algunos picos. Abrí la ventana y respiré. No sospeché nada. Los animales que vivían conmigo lo supieron antes que yo. El gato ronroneaba sin parar sobre mi panza, el perro ladraba exagerado cada vez que un extraño se acercaba. Los dos se comunicaban conmigo, era yo la que no escuchaba.
El positivo llegó unos días después. Sabía que tenía que volcarme al cuaderno. Escribir. Registrar la mutación. El ejercicio se parecía a la traducción, pero no era fácil. El cuerpo hablaba un idioma sin alfabeto. Me esforzaba por poner nombres. Buscar palabras. Ser precisa. Trepaba la temperatura, las tetas se conviertían en piedra, su forma cambiaba de acuerdo al tiempo. Tenía miedo. Qué iba a pasar con mi vida. Los pensamientos iban más rápido que la mano. Una noche soñé que el pezón izquierdo se caía, igual que un árbol cuando se seca. Podía verme las raíces. No quería olvidar nada, ninguna de las sensaciones que me habitaban. Sabía que perder iba a perder tarde o temprano. La memoria, el tiempo, la soledad.
Escribía con la urgencia de no saber si podría hacerlo más adelante. Si la maternidad y el oficio de escritora serían compatibles. Anotaba preguntas en el cuaderno. No tenía quién las responda. Al menos, cerca. Migrante una persona que se desplaza de un lugar a otro. Migrante también quien gesta. La identidad se torcía, el sueño se alteraba. Sin que me diera cuenta, ya éramos dos los que escribíamos. ¿Quién dictaba qué?, me preguntaba. Mi lengua materna me traicionaba. ¿Cuál sería la suya? Ya no importaba.
Todo se había vuelto físico. Primario. Comer, dormir, ir al baño. Empecé a buscar respuestas afuera. En las calles, en los libros, en los documentales. En las redes sociales. Mamíferas que acicalaban, transportaban y protegían a sus cachorros. Un video de una madre manatí amamantando a su pequeño en el agua, los dos flotando. Imaginé la leche espesa dispersándose en el líquido. Un caballito de mar macho pariendo a casi dos mil crías. Ratas que devoraban a sus hijos. Me obsesioné con sus gestos. Empecé a perseguirlas. Un video tras otro. La cría de un oso perezoso besando desesperadamente a su madre. Las dos colgando de la rama de un árbol en un área natural cerca de San José de Costa Rica. No importaba qué dirían si pudieran hablar mi lengua. No lo necesitaba. Lo importante era que no tenían miedo a caer.
Un fin de semana, me interné en un bosque en las afueras de Barcelona. Una familia de jabalíes me cruzó en el medio del camino, entre los pinos y las encinas. Me hice a un lado y pasaron. Siguieron su camino. Fui tras ellas. Subieron el barranco hasta alcanzar el asfalto y rodear las casas del pueblo. La madre jabalí trompeó un tacho de basura. Los hijos comieron con la trompa del suelo. Algunos chillaban. La civilización observaba por la ventana, refugiados en sus casas. Temían recibir la mirada de vuelta. ¿Qué devuelve el animal? ¿A qué lugar pertenecen? ¿A qué lugar pertenezco? Quién soy yo en esta historia.
En el ensayo Por qué miramos a los animales, el escritor británico John Berger dice que “los animales entraron por primera vez en la imaginación como mensajeros y promesas”. Anoté la cita en mi cuaderno. También dice que la domesticación del ganado, no se originó bajo la simple expectativa de obtener leche y carne, sino que el ganado —al igual que los cultivos— tenía funciones mágicas, oraculares o sacrificiales. Los animales tenían la capacidad de anticipar, predecir o revelar verdades ocultas o futuras. Los animales guardaban un secreto “en tanto que mediadores entre el hombre y su origen”.
Verdades ocultas o futuras.
Un secreto.
¿Qué intentaban revelarme las hembras?
Cuántos mundos hay en este mundo. Cuántas formas de gestar y ser madre. Nacer, brotar, germinar. Fui más allá. Cuidé los gajitos que nacen de mis plantas, me fijé en sus brotes. Presté atención a su crecimiento, las regué de acuerdo al tiempo. Observé por la ventana los nidos que las aves construían entre las ramas de los árboles. La intemperie que traía el otoño. El parasitismo de cría. La hembra que pone un huevo en otro nido y se pira. La cría que rompe el cascarón y elimina a sus hermanos adoptivos o incluso a la madre que le da de comer.
Recordé a la perra de mi infancia. Un vagabundo que saltó la reja y se metió en nuestra casa. El embarazo repentino. Su parto en soledad, en el pueblo. La sorpresa al descubrir a su pequeño succionando la leche. La sangre que no dejaba de salir de su vientre. Su posterior muerte. Las cenizas mezcladas con las otras en el cementerio municipal. El cachorro en adopción. Sentía que me ahogaba. Cuál era el costo.
Aunque no las viera, las hembras estaban ahí. Daban vida. Hacían vida. Eran las artífices de la existencia. Igual que las otras. Germinaban las semillas. El sol empujaba los deshielos. Un relámpago golpeaba el cielo y caía al fin la lluvia. Nacían los ríos. Erupcionaban los volcanes. Las placas tectónicas se chocaban y se elevaban y rompían para que nazca al fin la sierra. Ninguna vida era eterna. Tampoco el tiempo de la montaña. Nacía para empezar a ser erosionada. Igual que nosotros. Era el viento. Era el agua. Era el fuego.
Escribía para comprender lo remoto y lo cercano. La dirección del tiempo. El lenguaje que hablaban las ballenas en el Océano para alertar a sus crías del peligro. Encontrar el sentido. ¿Por qué la ballena azul de la Antártida, el animal más grande del mundo, es una hembra?
Observé a las madres humanas que crucé en el parque con sus hijos, quería hablarles, pero no me animaba. Tenía muy pocas amigas madres. La mayoría decidió no tener hijos o tenerlos más tarde. Llamé a la mía en Buenos Aires, le pregunté por sus partos, le pedí que me describiera cada uno, con lujo de detalles. Hice lo mismo con mi suegra. Me sorprendían sus respuestas. La reiteración. También el silencio.
En el libro Neuromaternal, la doctora en Neurociencias Susana Carmona hablaba de la amígdala, una región del cerebro que juega un papel clave en la memoria. Potencia el grabado de recuerdos de momentos de gran intensidad, como el parto. Sin embargo, decía, si esa intensidad es muy elevada, la sobreactivación de esta estructura produce el efecto inverso y nos impide grabar o evocar lo sucedido. Amnesia disociativa, le llaman.
Volví al cuaderno. Los pensamientos pasaban rápido. No lograba detenerlos. Capté uno o dos o tres. Los repetí. Este era un viaje en busca de lo invisible. Tal vez la última palabra no era correcta. Un viaje en busca de lo indecible. Un viaje hacia el interior de la naturaleza que me habitaba. Ya no estaba afuera, separada de mí. Nunca lo había estado. Estaba acá. Era esto. Era parte del todo. Me incorporé. Volví a empezar.
Era enero de 2025. En el cuaderno, escribí:
Hay ciertos estados o sufrimientos del cuerpo humano que carecen de lenguaje. Eso (no) nos iguala con los animales. La maternidad, es uno.