SENSACIONAL
DE LITERNATURA MEXICANA DE
SOCIEDAD DE CIENTÍFICOS ANÓNIMOS
En “Sensacional de Liternatura Mexicana”, dieciocho voces mexicanas abren una brecha hacia nuevas maneras de percibir, nombrar, habitar y fundirse con la naturaleza. Sus textos, provenientes de diversas trincheras y motivaciones, ofrecen un diálogo íntimo con el resto de los seres vivos. Esta antología transita entre ensayo, poesía, crónica y ficción, impulsando una aproximación más consciente y crítica a la biósfera. Constituye un primer paso hacia la construcción de formas literarias que reencuentren a los humanos con el vasto entorno del que formamos parte y del cual dependemos.
Los orígenes de…
PRÓLOGO
Entre la liternatura y la narrativaleza, abono del paisaje interior
Me parece que podemos coincidir en que la crisis ambiental que hemos desatado —sin ir más lejos, la sexta extinción masiva en la historia de este planeta— es, en parte, consecuencia de la creciente desconexión entre la experiencia humana y la biósfera que habitamos. Esta desconexión, a grandes rasgos, nos impide comprender la magnitud del impacto de nuestras acciones y, en muchos casos, contribuye al negacionismo de la crisis en ciernes. El «trastorno por déficit de naturaleza», término acuñado por Richard Louv en Last Child in the Woods (2005), no busca ser un diagnóstico médico, sino señalar la raíz del problema: los seres humanos, especialmente los niños, pasan cada vez menos tiempo al aire libre y lejos del asfalto; tal alienación progresiva respecto al entorno está causando una serie de afecciones a la salud, así como cambios preocupantes en el comportamiento de buena parte de la sociedad mundial.
La evidencia científica acumulada desde entonces sugiere que este déficit está relacionado con un menor desarrollo de los sentidos y un incremento significativo en la dificultad para mantener la atención, al tiempo que aumentan las condiciones relacionadas con la obesidad y el sobrepeso, y también incrementan las patologías emocionales, físicas y mentales. Las investigaciones también apuntan que la falta de contacto con la naturaleza debilita la alfabetización ecológica, empaña su apreciación y pone en riesgo la conservación de lo poco que queda del mundo silvestre. En suma, muchos de los tropiezos que definen nuestra era —ya sea que lo llamemos «Capitaloceno», «Antropoceno», «Chthuluceno», «Plantacioceno»— se originan en esta desconexión.
No obstante, se trata de un problema que tiene solución —como bien señala Louv y respaldan las voces presentes en esta antología—, ya que es posible no sólo mitigar, sino incluso revertir, el déficit de naturaleza que permea en las sociedades contemporáneas. ¿Cómo empezar? Experimentando más a menudo la estimulación que ofrece el paisaje abierto, desde luego —aunque sea frecuentando un parque urbano—, pero también, y tal vez de manera más inmediata, atendiendo a nuestro paisaje interior. Es decir, enriqueciendo nuestras narrativas, ampliando nuestra perspectiva y volviendo más exuberante el panorama de historias que nos definen. Y esto puede conseguirse, en parte, si fomentamos una aproximación más diversa y prolífica, pero también más íntima, con el medio ambiente a través de la liternatura.
Gabi Martínez propone el término «liternatura» (una adaptación del anglicismo nature writing) para hablar del «conjunto de escrituras que dialogan, artística e íntimamente, con la naturaleza en todas sus dimensiones, desde los microbios que habitan en nuestro cuerpo hasta las ballenas que surcan los mares, desde las profundidades geológicas hasta los ecosistemas que la actividad humana ha amenazado». De este modo, el autor catalán no sólo pretende definir la corriente de tratamientos creativos que, desde las letras iberoamericanas, abordan el medio ambiente y su relación con nosotros, sino que también defiende el poder de la palabra —ya sea escrita, cantada o dibujada— para cambiar la realidad. A esto, el mexicano Jorge Comensal añade: «Ante la desconexión de la cultura urbana con la naturaleza, divulgar y celebrar la literatura y las artes que abordan lo silvestre puede ser una forma terapéutica de enfrentar la ansiedad producida por las crisis ambientales y un semillero de ideas para mejorar nuestra relación con la biósfera». Y es que escribir o leer sobre algo implica valorarlo y hacerlo parte de nuestro paisaje interior, pero también es una forma de ampliar nuestro horizonte como especie vinculada con la naturaleza, e imaginar nuevas maneras de resistir y contrarrestar el ecocidio actual.
La realidad es que, si no nos dedicamos a cambiar nuestra concepción de nosotros mismos, sobre nuestra especie y el lugar que creemos ocupar en el vasto árbol de la vida —descartar ese discurso que repetimos obsesivamente desde hace siglos: que somos los hijos de dioses 8 que no existen, que somos el pináculo mismo de la evolución—, temo que no podremos sortear nuestros errores por mucho más tiempo. Debemos combatir el antropocentrismo frenético y expansivo que está condenando a buena parte de los organismos con los que coexistimos y, de paso, condenándonos nosotros mismos. En definitiva, si no descendemos de ese pedestal en el que nos hemos colocado, estamos perdidos. Y esto sólo es posible si cambiamos el relato y reformulamos nuestra historia compartida. Después de todo, la Tierra no es el centro del sistema solar y el humano no es el centro de nada. La vida silvestre es, además de una fuente de recursos y servicios ambientales imprescindibles para nuestra supervivencia humana, una fuente inagotable de sabiduría y asombro estético, apreciable a través del arte y la narrativa. Así que para lograr una sociedad que realmente valore y proteja la biosfera, y que no se ponga en peligro de extinguirse antes de tiempo —junto con los millares de especies que estamos desvaneciendo—, necesitamos fomentar una liternatura tan comprometida con la palabra como con el mundo natural.Curiosamente, aunque en el ámbito de las letras en español tendamos a olvidarlo, con la liternatura estamos ante una de las tradiciones literarias más antiguas de nuestra especie —cuando menos en su acepción oral—. Esta herencia narrativa quizás ha acompañado a la humanidad desde el surgimiento del Homo sapiens, si no es que ayudó a su surgimiento. Desde que los primeros humanos comenzaron a pintar siluetas coloridas de animales sobre los muros de las cavernas y a contarse leyendas sobre las criaturas que les rodeaban. Ni que decir de las primeras grandes civilizaciones que tengamos registro, donde se encuentran relatos que podríamos considerar afines a esta corriente, desde Persia y Mesopotamia, pasando por Egipto, Grecia y China, hasta el mundo maya y el mexica. De manera similar, la época de los naturalistas clásicos —cuando escritura, ciencia e ilustración cabalgaban palmo a palmo— nos dejó grandes tratados de liternatura —aunque ciertamente con un sesgo colonialista— de la mano de Alexander Von Humboldt, Charles Darwin, Mary Anning, Alfred Russel Wallace, Jean–Henri Fabre y demás exploradores decimonónicos.
Sin embargo, el siglo pasado aconteció una fisura significativa entre la ciencia, las humanidades y el arte, con la consiguiente desvinculación entre la naturaleza y la creación literaria. Al menos en el amplio territorio del habla hispana, esta visión de compartimentos estancos entre disciplinas pareció arraigarse con fuerza; el abordaje creativo de la naturaleza desde las letras entró en una especie de pausa y salvo por algunos destellos —esporádicos y desvinculados entre sí— durante buena parte del siglo xx, y principios del actual, casi no encontramos obras en español que le hicieran eco. En contraste, frente a esa brecha que aislaba a la naturaleza de la reflexión literaria, en otras regiones y durante ese mismo periodo, sobre todo a partir de la década de 1970, se registraron esfuerzos fervorosos, aunque nunca hegemónicos, por sanear esa fisura. Ahí están Maurice Maeterlinck, Konrad Lorenz, Gerald Durrell, Rachel Carson, Anna Tsing, Donna Haraway, Oliver Sacks, Redmond O‘Hanlon, Robert Sapolsky, Terry Tempest Williams, Sy Montgomery, Philip Hoare y el resto de la tropa para probarlo.
De ahí surge la motivación tras este proyecto: reunir algunas de las plumas que, en nuestro idioma, ya sea desde sus propias trincheras y, tal vez, no de manera deliberada, sino intuitiva, están esforzándose por equilibrar la balanza y abrir una brecha en la literatura sobre el mundo viviente. Voces que, desde el campo, la academia, la afición o el mero placer de amalgamar palabras, exploran en el conocimiento, el impacto estético y la experiencia de estar inmerso en la floresta. Voces que, más que por una intención divulgativa, están guiadas por una búsqueda personal del lenguaje. Voces que nos invitan a acercarnos a otras maneras de percibir, nombrar y habitar; que hacen de animales, plantas, hongos y bacterias sus musas y ejes de revelación.
«Se trata de una literatura del yo, pero en la que el narrador no es el centro ni es protagonista, sino un animal más que está, observa, siente y también cuenta, narra, relata», declara Ramón J. Soria. Sin embargo, yo diría que no sólo es eso; es eso y mucho más, pues lo fascinante es que estamos ante una especie de antigénero, o, mejor dicho, una categoría transgenérica en sí misma. Ya que aquí no se le cierra la puerta a nadie. La liternatura no se detiene a distinguir entre registros, ni a elaborar dudosas taxonomías a partir de la forma; se enfoca únicamente en el fondo. Mientras que el texto verse sobre el mundo viviente y lo haga con sensibilidad y subjetividad, acoge por igual todas las expresiones: poesía, ensayo, crónica, memorias, disquisición filosófica, indagación periodística, elucubración infantil, o mejor aún, una combinación de todas ellas, incluso abriendo los brazos a la ficción. Si acaso, me atrevería a añadir el término «narrativaleza», para abarcar a otros lenguajes audiovisuales que compartan esta pulsión estética naturalista como pueden ser el pódcast, los videojuegos y las artes escénicas.
Desde luego, el tomo que se tiene entre las manos no es un mapa completo del panorama actual mexicano; existen otras voces y otras coordenadas, pero es un primer paso. Ojalá, con el tiempo y un poco de impulso, la corriente de la liternatura en nuestro país se haga cada vez más robusta y caudalosa. Que sus aguas inunden librerías y bibliotecas, que se infiltren en las aulas y programas educativos, que inspiren festivales y reciban apoyos, que el término se popularice y crezca la demanda. Y que, de ese modo, sean estas líneas las que algún día se traduzcan a otras lenguas en distintas regiones del mundo, y no al revés. Ya veremos, pero por ahora, todo es posibilidad e ilusión.
Andrés Cota Hiriart
Ciudad de México, septiembre de 2024
La Sociedad de Científicos Anónimos (SCA) es una iniciativa cultural que busca sacar a la ciencia de sus espacios habituales y ponerla en contacto con un público diverso, generando diálogo horizontal y focalizado sobre distintos temas de interés social. La idea es propiciar un debate entretenido, poco solemne e inclusivo donde la voz primordial sea la del público. El formato está pensado para todo tipo de asistentes, no se requiere contar con grado académico o pertenecer a un entorno científico, interés y curiosidad son los únicos requisitos. Para iniciar la conversación y brindar un poco de contexto se cuenta con la participación de ponentes invitados a presentar su trabajo de manera breve y atractiva, abriendo interrogantes y tentando a los asistentes a formular e intercambiar sus conjeturas al respecto.
EL CORAZÓN DE LAS GOLONDRINAS
de Alejandro López Andrada
Cualquier libro, poemario o novela, incluso ensayo, suele partir casi siempre de una idea; pero a veces también puede brotar de una emoción. Con frecuencia esa idea, o esa emoción germinadora, bate el cielo invisible del alma con paciencia durante un periodo de tiempo más o menos largo hasta que uno decide ponerse a trabajarla. No obstante, otras veces (a mí me ocurre casi siempre) la idea de un libro es una chispa electrizante o un relámpago malva que te aborda de repente e inunda tu espíritu abriendo en tus entrañas una zanja de luz en la que acabas sumergiéndote abstrayéndote casi de lo que ocurre en torno a ti. La inspiración me aborda y, de repente, me veo sumergido fluyendo en un espacio del que, aunque lo intente, no puedo escapar. Eso ocurrió con mi obra más reciente, El corazón de las golondrinas, después de una tarde de charla con Joaquín Araújo en mi pueblo natal hace unos veranos, cuando estuve contándole historias de mi infancia: la vida de un niño enamorado de los pájaros que pasaba la vida fuera de su casa corriendo y jugando bajo la luz de un chaparral donde abundaba la tórtola común (su arrullo estival era la música del campo), y él me animó a que narrara esa experiencia a través de un relato o de un libro de poemas. Finalmente, me decidí por lo primero. Ahí se inició la idea de esta narración ambientada en un mundo rural que hoy ya no está, pero sigue existiendo muy dentro de mí.
Cuando empiezo a escribir me adentro en una epifanía donde se mezclan los tiempos y los espacios. Si cierro los ojos, puedo volver a conectar con los caminos y los campos del ayer envuelto por numerosas sinestesias. Recuerdo que, tras despedirme de Joaquín aquella mágica noche de verano, al llegar a mi casa y echarme en la cama a descansar me asaltó, de improviso, una imagen poética agradable. En ella me vi al lado de mi hermana Petri -yo, en aquel momento, tenía cuatro años y ella acababa de cumplir lo siete- leyendo el relato de El príncipe feliz, la legendaria obra de Oscar Wilde, que dejó en mi interior una deliciosa huella de agridulce nostalgia que aún no me ha abandonado. Ahí en esa lectura del libro de Oscar Wilde iba a germinar el escritor que luego fui. Mucho tiempo más tarde, seis décadas después, centrado en aquella tesela de mi vida, con los ojos cerrados logré resucitar la atmósfera añil del pasillo de mi casa y la voz de mi hermana sentada junto a mí en una pequeña silla trenzada de aneas. Nos hallábamos en un rincón de la cocina, ungidos por el ocráceo resplandor que venía del patio a través de una ventana que casi rozaban las ramas de una higuera a esa hora encendida por una zambra de estorninos afanados en el picoteo de las brevas que disputaban con los gorriones. En esos instantes había un gran estrépito en el patio. Sin embargo, ahora, más de seis décadas después, dentro de la imagen no suenan ya los pájaros porque el paso del tiempo ha borrado su sonido. De ahí, de ese breve recuerdo familiar, brotó la emoción que me llevó a escribir mi libro El corazón de las golondrinas. A raíz de esa imagen pequeña, inaugural, que aleteó en mi nostalgia como una alondra vespertina, empezaron a desfilar por mi interior recuerdos e instantes de un ayer casi derruido en el que yo pateaba las veredas bajo el tupido encinar de la dehesa, en busca de nidos de tórtola común, alcaudón o abubilla, junto a un puñado de niños de mi barrio, El Verdinal, uno de los rincones más genuinos, sugerentes y románticos de Villanueva del Duque, el pueblecito andaluz en que nací.
Escribir un libro biográfico es fascinante. La escritura de éste me ha llevado varios años, pero, durante este tiempo, he ido resucitando personajes, rincones y lugares que hoy no existen y desparecieron hace mucho de mi vida: el cine de invierno al que acudían los mineros, la vía del tren que cruzaba El Lentiscar, la mágica finca de mi abuelo Pepe Andrada, la casa de los Claveles, los lagartos que poblaban el largo camino de la Zarza, la hilera espectral de eucaliptos que cruzaban mi pueblo natal como una procesión de ánimas durante los atardeceres otoñales, las paredes donde dormitaban las luciérnagas en las poéticas noches de verano… Escenas y estampas, rincones familiares, voces y miradas de gente que hoy no está y murió hace ya tiempo, más de medio siglo, pero he conseguido ir resucitando en las páginas de El corazón de las golondrinas, una obra que ha editado la editorial Berenice, del grupo Almuzara.
Cuando comencé a escribirlo no pensé que éste iba a ser un libro generacional e iba a dibujar la infancia de otros niños que tuvieron también una vida campesina durante una posguerra rural que agonizaba: la biografía poética, esencial, de un niño de pueblo enamorado de los pájaros que habitó, sin saberlo, un mundo sencillo donde el hombre aún vivía arraigado a la madre Tierra y a los suculentos frutos que ésta daba. Cuando yo era pequeño los labriegos de esa época aún segaban a mano y araban las colinas de la inmensa dehesa que rodea mi pueblo con arados romanos tirados por dos bestias, parejas de mulos burdéganos o castellanos. Con el tiempo ese mundo anclado en la Edad Media se fue transformando y a él llegaron los tractores sustituyendo a los carros de madera que cruzaban mi barrio como humildes paquidermos sustituidos luego, años después, por gigantescas y fornidas aventadoras y máquinas de recolectar el trigo que surcaban la tierra como enormes diplodocus segando la siembra de trigo o de cebada de varias hectáreas en cuatro o cinco días. En muy poco tiempo, menos de una década, pasamos de estar anclados en la Edad Media a la Edad Moderna, o aún mejor, Contemporánea.
El niño asombrado que habitó aquel viejo mundo, aquel universo rural que hoy ya no existe, es el mismo que ha escrito pegado a aquella realidad, sin inventar nada, completamente absorto, El corazón de las golondrinas, un libro de amor a la Naturaleza que tuvo su inicio en la conversación sostenida hace años con mi amigo Joaquín Araújo, quien ha prologado la obra. De algún modo, de no haber sido por el ánimo que él me dio sin saberlo una noche de verano, quizá no hubiera empezado a escribir nunca este libro de amor a los pájaros, a la tierra, a la gente sencilla de mi rincón natal, que ha vuelto a vivir, a sentir y a respirar, en las páginas de una obra literaria que está llena de afecto hacia un modo de vida humilde y rural que no habrá de volver y sigue, no obstante, habitando mi memoria con un resplandor que aún no se ha extinguido y nada ni nadie podrá extinguir jamás.
20 de junio, 2025
Alejandro López Andrada
Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957) comenzó a escribir muy joven y hasta la fecha ha publicado poemarios como “El Valle de los Tristes” (1985), “La tumba del arco iris” (1994), “Los pájaros del frío” (2000), “La tierra en sombra” (2008) y “Las voces derrotadas” (2011), y recibido premios como el Nacional San Juan de la Cruz, Iberoamericano Rafael Alberti, José Hierro, el Andalucía de la Crítica, el Fray Luis de León y el Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”, entre otros. Ha escrito asimismo poesía infantil ("La niña de los luceros"), una celebrada trilogía sobre la desaparición del mundo rural ("El viento derruido", "Los años de la niebla" y "El óxido del cielo") y doce novelas, una de las cuales, “El libro de las aguas”, fue adaptada al cine por Antonio Giménez-Rico. Tras “El jardín vertical” y "Entre zarzas y asfalto", resulta ganador del Premio Jaén de Novela, uno de los más prestigiosos del país, gracias a "Los perros de la eternidad". En "Los árboles que huyeron" (Berenice, 2019) abordó el primer tramo de sus memorias, y en "Un jilguero en el ático" (Berenice, 2023) evocó la historia de amor de un sacerdote. Hijo Predilecto de su localidad natal, en 2007 se dio su nombre a una plaza de la misma ("Plaza de Alejandro López Andrada"). En ella se encuentra la casa donde nació.
CORDILLERA
de Marta del Riego Anta
Tierras, el pueblo, las zayas
Tierras, el pueblo, las zayas. En la conversación de mi familia se repetían estas palabras cada día, flotaban sobre el imaginario familiar. Recuerdo cuando íbamos a apañar el lúpulo, el aire sonaba entre los altos varales y traía el olor de las flores. Recuerdo cuando mi güelo nos daba la paga por recoger pacas de yerba y cargarlas al tractor. Recuerdo cuando en nuestra majada se escuchaba el balido grave de las ouveyas y la respuesta aguda de los corderos.
Tierras, el pueblo, las zayas, la majada.
Vengo de una familia de labradores y crecí al borde de esa existencia. Largas caminatas con mi padre por los caminos de concentración vigilando el caudal del río. Largas caminatas por pinares y bosques de robles. Ascensiones por las faldas del Teleno. Saltar de ahí a la vida silvestre fue un paso natural. Ayudaron las lecturas de adolescencia, ayudó Gerald Durrell, Konrad Lorenz, Delibes, los ejemplares que mi padre me traía de la revista Natura y que yo recortaba y clasificaba.
Monte, corzos, jabalíes, lobos.
Mi padre era cazador, pero no cazaba. Salía antes de la aurora con su morral, su cartuchera, la vieja escopeta de guardamanos grabado. Y regresaba al atardecer oliendo a monte, con las manos vacías y el corazón alegre. Nos contaba que había visto un venado, un ratonero, imitaba el canto de la codorniz, pi, pi-pí, llena el moflete de aire y golpéalo con el puño.
Ahí va, ahí, ahí va.
¿Qué?
Una garza, ¿no la viste?
Ahí va, ahí va, ahí va.
¿Qué?
Una nutria, ¿no la viste?
Nutrias, garzas, milanos.
Cuando éramos niños había una hora sagrada en la que toda la familia se sentaba apiñada en el sofá rojo de eskay: la hora de El hombre y la tierra de Félix Rodríguez de la Fuente. Ahí aprendimos a conocer al lirón careto, al águila real, al lobo. Mi padre era quien encendía el televisor. Mi padre que era cazador, pero no cazaba. Dejó de cazar después del Hombre y la tierra. El efecto Félix, lo llamo yo.
Nutrias, garzas, milanos, lobos.
Un día vimos un lobo. Había caído una buena nevada, estábamos en un pinar a los pies del Teleno. Hay algo sobrecogedor en un pinar nevado. Nunca estás sola en un pinar y, sin embargo, no se escucha un ruido. Sabes que todos los animales te están observando, pero no los ves. Tú eres la presa que avanza a ciegas en su territorio.
Empezó a chispear, suaves copos de nieve que se deshacían al tocar el suelo. Mamá le lanzó una mirada preocupada a papá. Él se agachó, calibró unas huellas, susurró: ¡quietos, chitón! Y señaló hacia el espacio de tierra roja y despejada de un cortafuegos. Allí estaba, en lo alto de la cuesta. Una silueta desgarbada, cabeza grande, orejas tiesas, pelaje pardo.
Mamá dijo en voz baja: qué perro más raro.
Papá dijo en voz baja: un lobo.
Por un instante el mundo se detuvo, miramos al lobo y el lobo nos miró. Enseguida desapareció entre los pinos con su trote fantasmal. Una visión irreal, ¿había sucedido?
Papá dijo: ahí están las huellas sobre la nieve.
Mamá se rio: esto es Félix Rodríguez de la Fuente, solo que con tres niños hambrientos.
Lobos, osos, hayas.
Durante la pandemia, de la que se cumplen ahora cinco años, sentí una sensación de claustrofobia tan asfixiante, que todos esos recuerdos llegaron a mí en tropel. Las tierras, el pueblo, el pinar, el lobo. Entonces empezó una época de descubrir el bosque de hayas. De descubrir la Cordillera Cantábrica. De hacer esperas de oso, prismático en mano, para maravillarme ante el milagro de una osa saliendo del encame de invierno con sus esbardus.
Lobos, osos, hayas.
En mis libros he ido avanzando a tientas entre el eco de mis recuerdos. He pasado de las tierras de labranza al bosque atlántico, de las zayas al río, del rebaño a los nidos de águila real. Pero resulta que mi trabajo está en la ciudad. Escribo sobre el campo, llevo a mis personajes al campo, pero vivo en la ciudad. Aunque me escape en cuanto pueda. Aunque sueñe con el río, con la montaña, con los senderos secretos del bosque.
Hay un conflicto.
Y de ese conflicto nace mi escritura. De la niña rural que fue, de la herencia de mi padre, de mis lecturas. De ahí nace mi última novela, Cordillera (AdN), ambientada en la Cordillera Cantábrica. Donde se escucha la voz de una pastora trashumante, de un biólogo que llega de Madrid a estudiar al oso pardo y de una osa con sus crías. Donde los no humanos tienen voz porque todos compartimos la misma tierra y tenemos los mismos derechos.
Cordillera es mi yo más salvaje, el yo que viene dibujándose desde aquella rapaza que escuchaba a su familia, tierras, el pueblo, las zayas.
Marta del Riego Anta
Escritora, poeta y doctora en Periodismo, Marta del Riego Anta nació en La Bañeza (León), ha vivido varios años en Londres y Berlín, donde ejerció de corresponsal y periodista freelance. Ha colaborado y trabajado para medios como Canal Plus, El País, Viajes de National Geographic, Marie Claire, Zenda, La Nueva Crónica o Telva y ha sido durante una década redactora jefe de la revista Vanity Fair. Actualmente se dedica a la comunicación cultural y a la enseñanza en la Universidad San Pablo CEU de Madrid. Vive entre Madrid, La Bañeza y una aldea asturiana de la Cordillera Cantábrica. Ha escrito libros de periodismo, Vanity Fair. Lo que nunca se ha contado de las mejores exclusivas (2013); ensayos de periodismo deportivo, La Biblia Blanca. Historia sagrada del Real Madrid (2018) e Historia íntima del Bernabéu (2023); de viajes, Berlín (2019); y el poemario Flores de sangre sobre la hierba (2022). Ha publicado varias novelas, Sendero de frío y amor (2013), Mi nombre es Sena (2016) y Pájaro del Noroeste (2019). Cordillera es su cuarta novela.