Artículos

Prepárate (para el… los terremotos)

Por Gabi Martínez

18/09/2025

“La distancia entre lo que sabemos y lo que deberíamos hacer es cada vez mayor”, dice Kathryn Schulz en El gran terremoto, el reportaje publicado por The New Yorker que le valió el premio Pulitzer 2016 y ahora edita Libros del Asteroide, ampliado con Cómo ponerse a salvo cuando llegue el gran terremoto, el artículo que Schulz escribió una semana después a raíz de la avalancha de reacciones y consultas provocadas por el reportaje. 

Esta obra-advertencia de Schulz se suma a otras que pronosticaron cataclismos naturales y fueron ignoradas por más o menos todo el mundo, y a los muchos libros aparecidos en los últimos años que están describiendo los estragos de hecatombes magníficas cuyos daños podían haberse minimizado si gobernantes y ciudadanos hubieran atendido a una lógica de prevención elemental. Pero antes de repasar algunos de estos libros, abordemos El gran terremoto, que si ganó el Pulitzer fue por comprimir en pocas páginas un caso ejemplar que ayuda a entender mucho de lo que está pasando y, ahí su plus de valor, de lo que va a pasar. 

Esta obra-advertencia de Schulz se suma a otras que pronosticaron cataclismos naturales y fueron ignoradas por más o menos todo el mundo, y a los muchos libros aparecidos en los últimos años que están describiendo los estragos de hecatombes magníficas cuyos daños podían haberse minimizado si gobernantes y ciudadanos hubieran atendido a una lógica de prevención elemental. Pero antes de repasar algunos de estos libros, abordemos El gran terremoto, que si ganó el Pulitzer fue por comprimir en pocas páginas un caso ejemplar que ayuda a entender mucho de lo que está pasando y, ahí su plus de valor, de lo que va a pasar. 

La clave del reportaje es Cascadia, una zona de subducción situada al noroeste de Estados Unidos que no figuraba en el radar de los sismólogos como área peligrosa hasta que el japonés Kenji Satake la conectó con la ola de casi 1.000 kilómetros y origen indetectable que en enero de 1700 había barrido la costa japonesa. Tres siglos después, Satake averiguó que la denominada “ola huérfana” había sido generada por un fenomenal seísmo ocurrido en la costa norteamericana del que no existían registros oficiales. Entonces, alguien recordó las historias que indígenas americanos habían estado contando sobre cómo el mundo había temblado años ha, y que los colonos y sus científicos descendientes habían tomado por leyendas, cosas suyas. 

Según Schulz, el descubrimiento de la zona de Cascadia es “una de las mayores historias científico-detectivescas de nuestro tiempo”. Gracias a ese hallazgo, ahora sabemos que “antes o después, Norteamérica rebotará como un muelle”, y si la zona de Cascadia cede toda a la vez, se producirá un terremoto de magnitud entre 8,7 y 9,2 en la escala Richter. El supuesto más optimista cifra en mil el número de muertos, si bien la demolición más letal llegará entre diez y treinta minutos después en forma de tsunami, que acabará con doce mil vidas humanas.

Avalada por los estudios de unos expertos tan atemorizadamente estupefactos como fascinados, Schulz describe cómo será la dinámica destructiva, señalando desde las alertas que se activarán -poquísimas- a quiénes tendrán más opciones de sobrevivir. Huye a pie, recomienda, porque las pocas y estrechas carreteras que vienen de las playas se colapsarán; y no mires atrás, añade, porque no vas a tener tiempo de salvar a nadie más que a ti. 

Todo lo que filtra Schulz es información valiosa, útil. También sus opiniones sobre cómo el gobierno está obviando las predicciones de unos científicos que, tras calcular la secuencia de seísmos acontecidos históricamente en Cascadia, conceden una probabilidad de uno entre tres a que un gran terremoto sacuda la zona en los próximos cincuenta años. Cincuenta. Sí, es posible que tú vivas para contar que ese terremoto afectó a siete millones de personas y que un millón de edificios se derrumbaron o casi y que quince de los diecisiete puentes que cruzan los ríos de Portland se perdieron, impidiendo que los bomberos llegaran a rescatar a miles de personas en situaciones críticas. Todo esto se sabe ya, hoy. Y Schulz se pregunta por qué los políticos no intervienen de una vez.

Leyendo El gran terremoto ha sido un reflejo pensar en cómo se recibió mi libro Diablo de Timanfaya el año 2000, cuando, siguiendo una ruta de volcanes canarios, señalé la actividad vulcanológica en tres islas del archipiélago. Nada nuevo, no hice más que divulgar los datos que el propio Cabildo Canario había difundido… en publicaciones científicas, eso sí. Es decir, en libros técnicos, solo para iniciados. Lo mío era un libro de viajes, se supone que en general más asequible. Como resultado, recibí ataques de algún periodista; del Gremio de Hostelería; cartas de lectores -las redes sociales aún no ajusticiaban al unísono- que, si bien aún no habían leído el libro porque se iba a distribuir la semana siguiente, se mostraron indignados con los (tendenciosos) extractos del Diablo publicados por un periódico. La guinda fue un requerimiento formal del Cabildo Canario pidiendo que el libro se retirara de circulación. Veintiún años después, el volcán de Cumbre Vieja erupcionó en la isla de La Palma provocando daños colosales a todas las poblaciones y viviendas edificadas en las laderas por donde se deslizó la lava, liquidando las construcciones de quienes optaron por desoír los pronósticos de los científicos contando con la complicidad de unas autoridades que permitieron edificar en áreas de alto riesgo e ilegales. 

Tragedía de Armero

Algo similar ocurrió en la localidad colombiana de Armero. El volcán Nevado del Ruiz había arrasado el pueblo siglos atrás, pero, por una especie de incomprensible ¿olvido?, un nuevo Armero se construyó exactamente en el mismo lugar. El año 1985 un río de lava, lodo y materiales piroclásticos sepultó de nuevo al pueblo matando a 23.000 personas. Juan David Correa, que perdió a dos abuelos en la avalancha, escribió la crónica El barro y el silencio denunciando la irresponsabilidad de los ¿desmemoriados? políticos y constructores que propiciaron la tragedia.

Miles de kilómetros al norte, en los bosques boreales de Canadá, sucede El tiempo del fuego, la brillantísima investigación periodística en la que John Vaillant recrea cómo un incendio inédito devora Fort MacMurray, capital de la producción petrolera canadiense. La metáfora es radical: la riquísima ciudad emergida gracias al increíble abuso de las extracciones fósiles, símbolo de lo que está provocando el cambio climático, perece a manos de un fuego de sexta generación, moderna e imparable que es una consecuencia de ese mismo cambio climático. Un fuego contra el que nada pueden los humanos ni sus sofisticadas tecnologías, emparentado con los incendios que los últimos años han abrasado millones de hectáreas de Suecia, Portugal, Sudáfrica, Grecia, Estados Unidos o, por supuesto, España, ubicada en un epicentro del cambio climático mundial. Lo más relevante es que, ante el fuego, las danas, la sequía, la regresión costera o los novísimos ciclones mediterráneos anunciados desde hace mucho por científicos, medioambientalistas, naturalistas y algunos, no demasiados pero sí algunos, periodistas y literatos, la sociedad sigue haciendo como que no sabe a qué se debe tanto drama mientras las administraciones continúan sin tomar medidas de verdad eficaces para al menos amortiguar los impactos. Por eso, en España se ha podido ver a un bombero insultando al político que ignoró sistemáticamente todas las advertencias que los especialistas en bosques le hacían. 

En El gran terremoto, Schulz afirma que tanta desatención se debe a que “la brevedad de nuestra vida genera provincianismo temporal”. Una idea que ya introdujo Ryszard Kapuscinski en sus Viajes con Heródoto, viniendo a decir que hoy pensamos que nuestra época es el summum de todas las épocas, el no va más: la Inteligencia Artificial y la sofisticada tecnología alrededor demuestran que somos el colofón de una especie llamada a gobernar el planeta, los más listos del lugar, y por eso menospreciamos inteligencias del pasado, incluidas las no humanas, siendo incapaces de asumir que hay cosas que estamos haciendo demasiado mal y, por lo tanto, de diseñar planes que se adelanten a desastres futuros. No queremos cambiar, ensimismados en nuestra palabrería y nuestros inventos. Y odiamos a quienes escriben artículos como el que estás leyendo, libros como el que ha publicado Schulz, ya están aquí los listillos de turno diciéndome lo que tengo que hacer. 

Como El gran terremoto garantiza la inoperancia institucional a la hora de salvaguardar a la población, Schulz se vio impelida a amortiguar el desesperante desaliento que propagaban sus páginas escribiendo un segundo artículo aportando soluciones que podrían ayudar a salvar el pellejo. En él, la periodista sugiere tanto atornillar tu casa a los cimientos como llevarte bien con los vecinos, que en momentos críticos te pueden sacar de aprietos serios. Al final, tenemos un corto libro memorable debido a la idea fuerza que irradia: si quieres sobrevivir, espabila y traza un plan porque tus políticos no lo tienen ni lo tendrán. Quizá suene exagerado, pero, viendo cómo evoluciona el siglo, no está de más empezar a prepararse para prever y solventar lo mejor posible las inexorables y muy anunciadas catástrofes venideras. Tejer redes próximas de confianza se antoja otra necesidad. Imperiosa necesidad.