Óscar en la ventana

Jazmina Barrera

04/08/2025

1.

La ventana de mi estudio da hacia el jardín de mi madre. Es un rectángulo, dividido en cuatro por un marco de fierro blanco. Mi madre ha plantado estos árboles (un trueno, un liquidámbar, tres bambúes y una buganvilla) para hacer una cortina de hojas que evite que los vecinos que vivimos en el edificio la veamos y que ella nos vea a su vez. Más lo segundo que lo primero, porque eso de que las ventanas del edificio den a su jardín es una irregularidad problemática. El plan de los bisabuelos era tirar la casa en la que vive ahora mi madre y hacer dos edificios con un patio compartido, pero el proyecto no se completó por falta de dinero (cuándo no) y esta convivencia forzada ha llevado a todo tipo de dramas, insultos, gritos y primas enemistadas de por vida. La relación más complicada es con el vecino de la planta baja, que vive con su anciana madre, una señora transparente, malhumorada y llena de prejuicios, que todo el día lava, aspira y trapea el departamento del que ninguno de los dos sale nunca.

            Detrás de los árboles se ven las hojas elegantes, los helechos, las nochebuenas, las aralias, el roble, el muro cubierto de hiedra y la composta, en donde de un hueso descartado nació un árbol de aguacate. La imagen de la ventana es casi siempre la misma. Salvo por la luz que cambia: amarilla por las mañanas, blanca a mediodía, naranja hacia la tarde, rosa cerca del crepúsculo y azul antes del anochecer. Salvo por las nubes, el viento que agita las hojas y los pequeños animales citadinos que a veces pasan por ahí.

            Mi escritorio está contra la pared y la ventana queda del lado derecho. Cuando necesito pensar, cuando no sé cómo escribir una frase, una idea o una escena, cuando quiero descansar, aclarar la mente, tranquilizarme o tomar una decisión, alejo la mirada de la pantalla y volteo hacia la ventana.

2.

Mientras comíamos, el lunes, Alejandro me contó que le había escrito Pablo —el vecino insoportable de abajo—, para quejarse de que escuchaba bajo de su ventana a un animal respirar. Nos dieron risa las locuras del vecino, el nivel de neurosis que debía tener para alucinar que estaba escuchando la respiración de un animal. ¿Qué clase de animal de ciudad podía respirar con tanta fuerza? ¿Una hormiga, una tórtola, una mantis?

 

3.

Mi madre se encontró un agujero junto a los bambús, debajo de la ventana de Pablo. Los bambús se estaban secando y ella pensó que quizás había una rata comiéndose las raíces. Así que tomó unas piedras y un poco de tierra y cubrió el hoyo. Eso fue el martes.

4.

El jueves estaba en mi oficina escribiendo, cuando por el rabillo del ojo derecho vi algo raro cerca de la cornisa. Volteé para desmentir la ilusión, parpadeé, pero ahí seguía: un lomo. El lomo peludo de un animal café, blanco y gris, un lomo con cabello hirsuto que no podía ser de ningún gato.

            Me asomé y lo que vi fue un tlacuache enorme, acostado sobre la rama de la buganvilia, con sus patas negras, su nariz rosada, sus ojos negros, su hocico puntiagudo lleno de bigotes blancos, torcidos como los alambres con los que se amarra el pan.

            Cualquier niño mexicano (y varios latinoamericanos también, porque estos descendientes de los marsupiales precenozoicos se extendieron por todo el continente) conoce el mito del tlacuache que se robó el fuego y se lo llevó en su cola para los humanos (por eso tiene la cola pelada). El tlacuache es también el personaje favorito de los cuentos populares, donde aparece como un ingenioso, hábil, sabio y trepador, que engaña siempre a los jaguares y se escapa de todo peligro.

            Los habitantes de la ciudad sabemos que rondan los patios y los parques, pero los vemos poco o nunca. Porque son nocturnos y discretos, y hacen sus madrigueras bajo tierra, muchos de nosotros jamás hemos visto a un tlacuache. El único tlacuache que yo había visto antes de éste fue uno que me encontré ahogado en el pozo de un convento, allá en algún lugar de Morelos. Harán tres décadas de aquello, fue uno de mis primeros encuentros con la muerte y por eso nunca se me olvida.

            Pero el tlacuache de la ventana estaba vivito y coleando, salvo que no estaba coleando: tenía la cola enredada en la rama, ayudándolo a sostenerse. Estaba segura de que se iba a espantar de verme, de que iba a salir corriendo, pero en lugar de eso me vio y con toda parsimonia giró la cabeza hacia el jardín y volvió a apoyarla sobre sus patas.

            Yo no podía creerlo, así que corrí a avisarle a todo el mundo. Le dije a Alejandro, que vino deprisa. Toqué la puerta del departamento de enfrente, no me importó que nuestro vecino, Ragnar, estuviera en una junta por zoom, le dije que viniera deprisa. Le marqué a mi madre para que saliera a su jardín, pero lo alcanzaba a ver al tacuache desde abajo y se vino a mi oficina también. En un punto estábamos en mi diminuto estudio, Alejandro, Ragnar, mi madre y yo, como a 20 centímetros del tlacuache al otro lado de la ventana, y él seguía ahí, quieto, quizás paralizado de miedo.

            -¿Cómo se subió?

            -Está temblando, ¿no estará enfermo?

            -Yo creo que sí, debe estar moribundo para andar afuera a estas horas.

            -¿Pero subió hasta acá arriba para morirse? Está raro.

            Ahí recordamos un factor importante. Ese día en casa de mi tía estaba de visita una cachorra que pertenece a su hijastro. El jardín de mi tía está conectado con el de mi madre por una reja siempre abierta, así que mi madre bajó a cerrarla para que la perra no fuera a molestar al tlacuache. Nosotros seguimos tratando de pensar qué había que hacer.

            -¿Llamo a Protección Civil?

            -Mejor a la PAODA

            -O a los bomberos.

            -Esos salvan gatos, no tlacuaches.

            -No lo vayas a tocar, no vaya a ser que tenga rabia.

            - Déjalo, pobre. Quizás sólo está asustado por la perra.

            -Los tlacuaches se hacen los muertos cuando están muy asustados.

           

5.

Poco a poco se fueron yendo todos de vuelta a sus ocupaciones, pero yo no podía concentrarme. En la Profepa nadie me contestó. Llamé a una unidad de cuidado animal de la universidad donde me preguntaron si el tlacuache estaba sangrando. Les dije que no y se despreocuparon, dijeron que sólo atendían tlacuaches del circuito universitario. Mientras tanto el tlacuache había dejado de temblar. De hecho ahora se veía calmado. Bostezó y me enseñó sus dientes afilados y su lengua rosa. Pensé que quizás tendría sed, así que llené de agua un pequeño sartén, de esos para un solo huevo, abrí la ventana y se lo acerqué. Él lo rechazó, se dio media vuelta y se quedó ahí mismo, viendo al jardín. Busqué en Internet ¿Qué comen los tlacuaches? Y lo primero que salió fue una advertencia de que no le diera de comer.

            Así se estuvo otro rato, hasta que muy despacio, ayudándose de su cola, empezó a bajar. Corrí, salí del edificio, abrí el portón de casa de mi madre y encontré al tlacuache en el suelo. Iba camino a casa de mi tía. Mi tía había puesto una barricada de sillas para evitar que la perra se colara por los barrotes de la reja, pero la separación era precaria y el tlacuache iba para allá. Me paré delante de la reja y le dije:

            —No es buena idea que pases por aquí ahora mismo, Óscar, lo siento.

Asumí que era macho porque no le vi ninguna bolsa y los tlacuaches son marsupiales, y empecé a llamarlo Óscar por el tlacuache que protagoniza unos cuentos que le gustan a mi hijo.

            Óscar se detuvo a algunos centímetros de mí, con la pata estirada a medio paso, y pareció entender lo que dije, porque muy lento se dio media vuelta. En su camino de regreso pasó por la composta de mi madre, tomó una cáscara de naranja y se la llevó a la rama de la buganvilia, subió a pocos centímetros del suelo y se puso a comerla despacio.

            Pasaron minutos y luego horas y Óscar seguía aferrado a la rama, junto a la ventana del vecino. Mi hijo llegó de la escuela haciendo un escándalo, pero ni eso inmutó al tlacuache, que seguía viéndonos con sus ojos bien abiertos como platos.

            Entonces mi madre tuvo una revelación: el hoyo que había tapado un par de días atrás, seguro que era una de las entradas de su madriguera. Nos apresuramos a quitar las piedras y la tierra para abrir el hoyo, que por suerte estaba cubierto muy superficialmente. Óscar nos veía con cara de ¡hasta que por fin entendieron! Mi madre dice que más tarde lo vio bajar de la rama y meterse en el agujero.

            Han pasado ya varias semanas y no lo hemos vuelto a ver, pero imaginamos que sale por las noches y va a comer a la composta, porque veces encontramos cáscaras de aguacate y huesos de mango botados por ahí.

            Extraño a Óscar. A veces me asomo por la madriguera a ver si alcanzo a distinguirlo en el fondo, pero sólo se ve negro. A veces me imagino que entro por esa madriguera y como Alicia llego a un mundo paralelo. A veces pienso que debe haberse ido de ahí, pero el otro día me pareció escuchar bajo la tierra la respiración de un animal.