Cuando el desierto habla, alguien explota

Lola Batiste

15/07/2025

Cuando me llamaron para proponerme escribir sobre Sirat, la película de Oliver Laxe, yo acababa de leer la reseña del columnista Alberto Olmos titulada Vivir al margen, no tener nada que decir y morir como un idiota. Olmos lleva al árbol en el carnet de identidad. Laxe plantea una odisea en el desierto. Aún no había visto la película, pero pensé que podía pasarlo bien.

Los de LiterNatura saben que he conocido un número casi indeterminado de desiertos, discotecas, cines y raves, y supongo que de ahí viene todo. Querían que me explayara con “la narrativa del desierto”. Advertí que la anterior peli de Laxe, O que arde, me había parecido un tostón. Lograba captar la atmósfera del bosque gallego con cierto encanto, pero en plan tabarra insulsa. Además, la gente del bosque hablaba muy poco, y, por lo que decía Olmos en su crítica, la gente de Sirat tampoco era muy parlanchina, así que, avisé: la parte Liter de la reseña posiblemente flaqueará. ¿Me centro en la Natura? “La narrativa, la narrativa -me insistieron-. Del desierto, claro”. El caso es que fui al cine.

Había leído y oído comentarios tan diferentes que me senté abierta a todo, confiando en que, si no conectaba con la historia, el poder de la música trance quizás me aliviara algo. La historia presenta a un padre que busca en Marruecos a su hija desaparecida, cree que podría estar en una rave. El padre viaja con su hijo y el perro de la familia. Los primeros planos de los raveros bailando succionan para la causa Laxe. Los tatuajes en el dorso de las manos que colocan los equipos, el bamboleo absorto de tanta gente atípica, los retratos al bumbum de la música bombeada por mega altavoces recortados contra una montaña desvegetalizada que se levanta como el palco de una Ópera colosal, y el espacio vasto, el amarillo absoluto, introducen naturalmente en la singularidad de esas personas sudorosísimas que llevan crestas, piercings, tatuajes, maquillaje extremo, collares confeccionados en países pobres y ropa de tercera mano. Menudean los perros, todos tranquilos, forman parte de la tribu que se cimbrea noche y día fiel al bumbum en la caliente inmensidad. Gente occidental tan acostumbrada al margen que se ha ido al desierto.

Cuando la tribu se tiene que mover, el desierto se extiende, se eterniza. Sol, polvo e infinito filmados de un modo que igual recuerda a Lawrence de Arabia que a Mad Max o David Lynch, la majestuosidad de la presunta nada ocupándolo todo. Y la luz, también de noche. Los faros de tres autos surcan la negrura haciendo pensar en mares. Clasicismo y modernidad se combinan sobre tierra, arena y, en (mínimas) ocasiones, asfalto, mezclando un sinfín de tradiciones narrativas acompasadas por el absorbente bumbum, que se integra con la normalidad de una percusión africana. No es solo música. Es el otro oxígeno del lugar. Se respira bumbum. Y la acumulación de kilómetros que parecen idénticos conecta con el repetitivo ritmo de los tambores, ese bombeo como el latido de una vida mayúscula, continental; con la insistencia de un cielo sin nubes, con la falta de vida visible. Y ahí, en el vacío, en los sucesivos vacíos, es donde se asienta Sirat.

Está claro que a Laxe le gusta narrar lo que muchos consideran vacío. Periferia, margen, alternativo. Excéntrico. Se ha propuesto dignificar ese espacio. Lo hace hablar. LiterNatura del silencio. De vez en cuando, suenan gemidos, el motor de los camiones o cuatro frases no muy espléndidas, pero eso da igual, porque estás escuchando al desierto, estás viviendo una experiencia tan total que las palabras son anécdotas diluidas por la grandeza del Espacio. Lo que importa es la huella del neumático, la tormenta de arena, el desfiladero, la intuición de libertad en la jaula inmensa.  

Laxe aspira a revelar el interior de la nada, y algo logra, que no es poco. Parece que el tostón de O que arde sirvió para que el gallego asumiera que una atmósfera audiovisualmente respirable necesita algo más que silencios suspendidos y largos planos de troncos y abuelas. En Sirat, la roca y el polvo se mueven. El desierto, a su modo, habla. Aquí estoy yo, dice. Veréis de lo que soy capaz. Esta nada es vuestro todo. Siénteme.

Laxe elige como coprotagonistas a un grupo de raveros que incluye a un cojo y un manco. La mutilación espiritual se expresa físicamente, para que no haya dudas de las carencias que afectan al grupo, y, como esto es cine, para que las imágenes te acompañen.

En efecto, se habla poco. Casi mejor, por lo que respecta a Sergi López, un gran actor gestual que se derrumba al abrir la boca. La dirección de actores es, digamos, escasa, pero la propuesta estética resulta tan fascinante y los giros tan abrumadores y los hechos tan emocionantes y el concepto tan distinto, que estás viendo todo el tiempo el interior de los personajes más allá de su actuación. Estás sintiendo con ellos, experimentando desierto en esencia.

Mucha gente habla de una película con dos partes: la primera sensual, hipnótica, prometedora. La segunda, buf. No estoy de acuerdo, pero este texto sí que se divide en dos partes. Ahora viene la parte de Alberto Olmos.

Como decía, antes de ir al cine había leído su reseña, que aumentó mis recelos sobre si valdría la pena pagar la entrada. Hoy, mi consejo es no hacer ni caso a Olmos. Este columnista que una vez quiso escribir novelas siempre me divierte y estimula porque produce textitos muy bien, y con una rabia e incluso odio que me provoca ideas reactivas. Es un gran provocador. Ante la imposibilidad de desarrollar argumentos interesantes en gran formato, Olmos optó por enroscarse en una prosa y una moral umbraliana, erigiéndose en digno heredero de Paco Umbral, el marido de (María) España. Uno de sus trucos es vapulear encarnizadamente a diestro y, sobre todo, a siniestro. Esto le ha reportado una cierta popularidad, y un confort que mantiene exprimiendo la fórmula del vapuleo. Como el moratón ajeno le renta, elige un objetivo, y a por él. Esta vez le tocó a Laxe.

En la reseña de Olmos, hay un párrafo que resume magníficamente su ideario. Es cuando alude a “el camino moralmente repugnante del resto de la cinta, donde de pronto te hallas junto a gente con la que no quieres estar, y cuya vida no quieres conocer, y cuya presencia es mucho peor que la de tus vecinos más desagradables en la ciudad. El espectador se convierte en una de esas personas que se suma a una aventura porque cree que sus participantes son, sí, guays, y descubre de pronto que la anomalía puede ser sumamente detestable. Todos hemos tenido veinte años y nos hemos creído la vida verdadera de, al cabo, perfectos cantamañanas”.

Luego, Olmos afirma que Laxe parece haber pretendido ensalzar la vida “alternativa, ridícula (…) totalmente anticivilizatoria” que llevan esos cantamañanas.

Desde el medioambientalismo, la LiterNatura y cosas así, no se ha entrado mucho en polémicas ético-estéticas, ni en la crítica literaria, ni en cuestiones especialmente creativas, como si no hubiera que despistarse con las cosas del arte mientras el mundo se descompone. Como si solo hubiera que hablar de combustibles fósiles, cambio climático y extinciones masivas, aparcando la belleza. Pero la coyuntura internacional sugiere que la descomposición afecta a todo, y que hay personas que aprovechan sus confortables púlpitos más o menos intelectuales para triturar cualquier atisbo de diversidad, incluso humana. Si admiten algún desierto, es el suyo. A los demás, que los zurzan. Con gracia, eso sí, con mucho arte.

Diría que, si desea actualizarse, el medioambientalismo debería hacer más crítica de arte y entrar al trapo de la belleza y del intelectual machote y cojonudo. Justo el arte es un gran campo por explorar si deseamos recomponer al menos un par de cosas. Un campo que no solo admite, sino que exige un buen meneo. Por eso, y aunque este artículo sirva para satisfacer los objetivos acumuladores de Olmos, porque seguramente le reportará alguna visita más a la web que cuelga su reseña, me apetece una réplica.

Yo me he tomado Sirat, entre otras cosas, como un acercamiento a la opción de vivir distinto, sin hacer apología de ella. Sin garantizar el éxito de esa alternativa. Señalándola más bien como un consuelo. La película no pretende arengar, ni hacer discípulos. Suelta alguna máxima pomposa que puedes compartir o no, pero se sitúa lejos de la lección moral, presentando a personas que sencillamente optaron por apartarse de los, por ejemplo, señoros y señoras que se pasan el día escribiendo en la ciudad con aire acondicionado.

Olmos alude varias veces a Laxe como alguien despeinado, en plan tío-que-quiere-molar-por-ir-desharrapado, y se nota que no se atreve a acusarle de guapo por poco. Después de ver O que arde yo también pensé que igual le habían abierto alguna puerta por guapo, los humanos somos así, pero después de Sirat ya sobre todo veo a un artista. Un esteta con su ética. Un guapo que vive en una aldea y hace películas originales y a veces muy buenas que conceden un protagonismo estelar a grandes espacios naturales. Parece que lo mismo que me gusta a mí desagrada profundamente a Olmos, un calvo urbano que escribe textitos todo el día en un cuarto -supongo- de Madrid. Textitos que me hacen reír, conste, qué gracioso cuando dice que “si alguien hubiera querido burlarse de las personas que viven al margen de la sociedad, habría escrito exactamente un argumento como Sirat, y lo habría titulado Perroflauta Odissey”. Un cachondo.

Si alguna vez escribo un texto largo sobre un escritor de ciudad que vive acumulando pasta a base de descuartizar a personas lo titularé Sopa Boba Man. O no, no. Mejor: Tocón. Por el árbol. O sea, por lo que queda del árbol tullido, después de cortarlo. El tocón es los restos. Un perroflauta vegetal. Ni copa ni tronco. Tocón.

A veces me pregunto cuál será la magnitud del resentimiento de alguien que hace del ataque sistemático a los demás su fuerza vital. Igual debo revisarme a mí misma. En cualquier caso, me pregunto si personas como Olmos vieron La Guerra de las Galaxias, y con quién se alinearon al verla -Han Solo, Darth Vader, la Princesa Leila, R2-D2, Luke Skywalker, Chewacka…- y con quién se alinean ahora. Sea como sea, menospreciar como ha hecho Olmos a personas que simplemente proponen formas menos típicas y burguesas de vivir, invita a oponer resistencia. A defender la belleza, aunque se sirva cruda. A rescatar, por ejemplo, ese momentazo en el que Darth Vader dice a Luke: Yo soy tu padre. Concedamos que, según el moralizante texto de Olmos, cantamañanas raveras como yo somos Darth Vader. Muy bien. Ha llegado la hora de decir: Ey, Tocón: Yo soy tu mina. Bum.