Ser selva para salvar el mundo
Luci Romero
16/06/2025
En un mundo donde los discursos sobre el cambio climático suelen construirse desde los mármoles fríos de los centros de poder, Eliane Brum decidió situar su escritura en el lugar donde la selva arde. No como metáfora, sino como realidad material, política y espiritual. Se trasladó a Altamira, en el estado de Pará, una de las ciudades más golpeadas por el modelo extractivista en la Amazonia brasileña. Desde allí, con la piel impregnada de humedad, fundó Sumaúma, un proyecto de periodismo insurgente, y escribió La Amazonia: Viaje al centro del mundo, un libro que es a la vez testimonio, bitácora, grito y llamada.
Brum no se limita a contar la Amazonia; se deja atravesar por ella. “Vine a vivir en la Amazonia porque entendí que debía descolonizar mi propio cuerpo y mi propia mirada para poder escribir desde otro lugar, no sobre la selva, sino con la selva”, ha dicho en entrevistas. Esta decisión no es solo geográfica, sino ética. Para ella, escribir desde el centro del mundo no es una pose literaria, sino una forma de resistencia. “No estoy aquí para contar la historia de la selva. Estoy aquí para contar la historia de la guerra contra la selva”.
Esta guerra —climática, territorial, simbólica— se abre con múltiples frentes: el avance del agronegocio, la minería ilegal, los megaproyectos energéticos como la hidroeléctrica de Belo Monte, la deforestación o el genocidio indígena. Pero también tiene un frente silencioso, diría que casi invisible: el de la negación de la selva como sujeto. Y es en este punto donde Brum, desde su narrativa comprometida y sensible, propone un giro epistemológico. No basta con preservar la selva como objeto exótico o reserva estratégica: hay que reconocerse en ella, saberse parte de su existencia.
Por eso, en la afirmación: “La Amazonia es el centro del mundo. No en un sentido metafórico o simbólico, sino literal. Lo que ocurre aquí determina el destino del planeta” el lector occidental se descoloca. Este desplazamiento —de la Amazonia como margen al centro— no solo redefine la geografía política del siglo XXI, sino también la del pensamiento. Brum invita a mirar con ojos descolonizados, a escuchar los saberes indígenas, a dejarse afectar por el bosque como entidad viva.
Su estilo, nutrido en la tradición del periodismo narrativo latinoamericano, va más allá del reportaje. En su escritura, deliberadamente híbrida de géneros, se abren paso el ensayo, la crónica testimonial o el manifiesto ecológico. Y en ese cruce reside la complejidad del un territorio que es a la vez cuerpo, mito y frontera de civilización. Porque Brum no habla por la Amazonia: habla con ella, y desde ella. Y su voz, es la de las mujeres que defienden el río Xingu, la de los líderes indígenas asesinados por sicarios del agronegocio, la de los árboles que caen en silencio ante la motosierra. Su voz, es la de quien ha comprendido que contar historias puede ser un acto de justicia, y también de supervivencia.
La Amazonia como epicentro de la crisis climática
La historia que el mundo se cuenta sobre sí mismo está mal contada. Eliane Brum lo sabe y lo denuncia. En La Amazonia: Viaje al centro del mundo, propone una reescritura radical del mapa que hemos asumido, no solo físico sino simbólico (el que sitúa los centros de poder en el norte global y a la selva como “periferia”). Para Brum, el centro del mundo es ese lugar inmenso, único, húmedo, verde y en disputa. La selva no es un decorado que mostrar en una postal, tampoco un fondo naturalista para discursos gastados. Es una condición de posibilidad para la vida. Una selva talada es un paisaje arrasado: un sistema en desequilibro.
En este sentido, el libro nos interpela a descentrar la mirada occidental, a abandonar la ficción de que lo que ocurre en la Amazonia nos es ajeno. La crisis climática no se disemina en abstracto: se concreta en cada hectárea deforestada, en cada temperatura que sube, en cada especie que desaparece. Lo que sucede en la Amazonia, nos afecta, a todos. Y de ahí que su denuncia se centre en cómo la destrucción de este ecosistema es el resultado de un modelo económico que ve en la selva un recurso a explorar y no un sistema vivo: madre, cuerpo, casa común.
Pero pasar de la explotación a la convivencia, del uso al vínculo es un tránsito complejo y completo que exige la transformación de nuestros sistemas de producción, consumo y pensamiento. De ahí que Brum afirme que “salvar la Amazonia no es solo una cuestión ambiental, es una cuestión civilizatoria”.De ahí que la selva, el bosque, el cuerpo vivo que representa la Amazonia, a medida que avanzas en la lectura del libro, aparezca como un termómetro global, un barómetro del colapso y como una posibilidad de reconexión. Brum no escribe desde el pánico, lo hace desde una postura esperanzadora que brota entre las raíces de esa selva y se vincula y refuerza entre los cuerpos que aún resisten. La Amazonia no es solo un lugar: es un comienzo
Historias de resistencia: los pueblos-selva
En la Amazonia, hablar puede ser una forma de resistir y por tanto, una forma de existir. La Amazonia: Viaje al centro del mundo no es solo un libro escrito por una periodista que se desplazó a Altamira; es también —y, sobre todo— un compendio de voces que el sistema ha intentado silenciar: las voces de los pueblos que habitan como selva. Pueblos que no separan los conceptos de naturaleza y cultura, porque es una misma forma de habitar el territorio: constituyen la selva.
Y es desde esa verdad que su libro les cede la palabra. No como sujetos entrevistados, sino como interlocutores, como sabedores. Por eso encontramos los testimonios de los líderes kayapó y mundurukú, las historias de las mujeres ribereñas que enfrentan las violencias cotidianas del extractivismo y del patriarcado o los cantos de las abuelas que siguen transmitiendo conocimientos, enseñando los nombres de las plantas, aunque el idioma desaparezca. Y junto a los testimonios, están las ausencias: los que ya no pueden hablar porque fueron asesinados. Y ante este crimen, los pueblos que son selva articulan otro tipo de defensa: los saberes, los cuerpos que se niegan a dejar el territorio. Resistencias que sostienen la posibilidad de un futuro. Para ellos, lo que nos hacen creer que es futuro, no es más que destrucción.
Por otro lado, denuncia con fuerza el racismo estructural que atraviesa el discurso ambiental, tanto en Brasil como a nivel global. Los pueblos indígenas, lejos de ser obstáculos al desarrollo como suele estigmatizárseles, han sido los verdaderos protectores del equilibrio ecológico durante siglos. Sus territorios registran menores tasas de deforestación, y su presencia es una una forma activa de defensa planetaria. No son figuras de un pasado a extinguir. De ahí, la urgencia por descolonizar la narrativa ambiental dominante para construir una polifonía de resistencias que den forma a la realidad de la selva.
Crítica al sistema: capitalismo, extractivismo y cumbres fallidas
¿Cómo puede el mundo salvar aquello que ha sido destruido por su propia lógica de existencia? La respuesta de Eliane Brum es tajante y no admite consuelo: no se puede salvar la Amazonia con las herramientas del sistema que la ha arrasado. Hay que ir más allá, hacia lo estructural, allí donde muchos discursos terminan en buenas intenciones. Y en este punto, la autora nos dice que la selva no se quema sola, no muere por error o accidente, ni por negligencia. Se la mata deliberada y conscientemente, porque su existencia desafía e incomoda el devenir natural del capitalismo.
Denuncia las soluciones impuestas desde el Norte Global, la hipocresía de los países que han acumulado recursos y riqueza a costa de la naturaleza y ahora piden que se conserve la selva amazónica, pero sin perder los hábitos extractivistas y consumistas. Países que financian fondos climáticos y que al mismo tiempo, subsidian a grandes empresas que invierten en minería o ganadería intensiva en el Amazonas.
Y frente a la teatralidad institucional, como se ve en las grandes cumbres climáticas, ella apuesta por un pensamiento radical. No basta con gestionar el colapso, hay que imaginar otras formas de existir, de habitar y para ello, su propuesta es sencilla: escuchar a quienes llevan siglos viviendo sin destruir. Y en la concepción de este pensamiento hay que erradicar la idea de la Amazonia como cosa: no podemos seguir viéndola como sumidero de carbono o reserva estratégica puesto que va perdiendo su cualidad de entidad viva.
Pensar el mundo desde otro lugar.
Y en este ejercicio de pensar y escribir el mundo desde otro lugar, uno desde el que no está a salvo donde Eliane se sitúa. Vive en Altamira, donde el calor aprieta la garganta, donde la electricidad falla, donde la violencia acecha y el río Xingu no fluye como antes. Su decisión de vivir allí no es una elección estética, sino una implicación vital. Es, como ella misma ha dicho, “una forma de no hacer periodismo desde la distancia, sino desde el cuerpo”. Además, no se trata solo de informar, se narra actuando como puente entre mundos. Se amplifica la visión y las estrategias de resistencia. Busca los espacios de posibilidad, prácticas que crean otros mundos dentro del mundo: frente al extractivismo, recoge ejemplos de reforestación comunitaria; frente a la expulsión, muestra procesos de autodemarcación de tierras indígenas; frente al silencio, visibiliza formas de organización social, artística y espiritual que emergen desde las comunidades ribereñas, negras y originarias. Porque, como ella afirma, la alternativa ya está ocurriendo, pero no se ve desde arriba.
Eliane Brum propone “amazonizar el pensamiento”, y esto no quiere decir que busque incluir la selva en la agenda ecológica: se trata de colocarla en el centro mismo de cómo entendemos lo político, lo económico, lo afectivo. Pretende que entendamos que hay que priorizar la interdependencia, el cuidado y la vida en común. No puede haber justicia climática sin una transformación profunda del lenguaje, los deseos y las formas de mirar: una verdadera transición ecológica requiere, ante todo, una transición cultural y de pensamiento.
A lo largo del libro, Brum reivindica el valor del vínculo frente al individualismo neoliberal, y del tiempo circular del bosque frente a la aceleración productiva. La selva, dice, nos enseña que no hay “yo” sin “nosotros”, y que el colapso nace de nuestras desconexiones. Ser selva es resistir desde el cuidado, poder seguir caminando con, narrar desde lo más profundo de la tierra y no desde el mercado. Con una escritura que es a la vez denuncia y ternura radical, Brum nos confronta con una elección ineludible: o estamos del lado de quienes destruyen, o del lado de quienes protegen la vida.
Y en esa elección, tal vez se juegue lo que queda de mundo.