PLANETA INVERNADERO
Rafael Navarro de Castro
ADN Novelas, Alianza
704 páginas
Clásico desde el invernadero
Si en Memorias de Adriano Margarite Yourcenar cambió magistralmente de sexo para encarnarse en emperador de Roma, en Planeta invernadero, el sociólogo y agricultor madrileño Rafael Navarro de Castro se ha transformado en la ingeniera agrónoma Sara para ofrecer una de las novelas más perdurables, rebeldes e impactantes de este siglo. Un clásico, en fin.
Quien desee conocer cómo es la vida en el Poniente español, ese mar de plástico formado por miles de invernaderos, adentrarse en los intereses, necesidades, esclavitudes y abusos que determinan el día a día ahí, debe asumir este libro como imprescindible. Quien ame la literatura de personaje, también. Vaya voz ha conseguido Navarro. Y cómo la sostiene a lo largo de… ¡704 páginas! Siempre desde esa protagonista absoluta que es Sara, a la que vamos a ver transformarse física y espiritualmente de manera integral.
De hecho, el libro empieza con su primer gran cambio: se ha puesto tetas nuevas. En esos términos lo expresa ella, “tetas nuevas”. Sin tapujos ni sucedáneos, porque se trata de una mujer con estudios y más bien distinguida, casi glamourosa según los gustos de la zona, que llama a la teta, teta; a la polla, polla; y al corrupto, cabrón. Sara habla claro, cuando es cariñosa o delicada, también. Y de ahí sale una persona completa, tan brusca como mimosa, contundente como frágil, desbordante de honestidad, que igual folla sin escatimar su atracción por una cierta violencia como acaricia a un olivo o a un hombre que no logra una erección, y ayuda a inmigrantes ilegales indiferente al qué dirán los vecinos. Calculadora a la vez que vulnerable, atrevida pero nada ajena a la presión y al dolor, Sara oscila entre desasosegantes contradicciones que la emparentan -por el volumen del libro también- con Raskolnikov, el asesino de Dostoievski. Por ejemplo: es una experta que avala el uso de demasiada química en los cultivos pese a inquietarle las consecuencias de esas prácticas; una ofendida por los plásticos que sin embargo gana un buen sueldo con ellos para, entre otras cosas, operarse los pechos; una buscadora de experiencias distintas que se lía con… el jefe. Y, a la vez, va encontrando consuelo y lecciones en las personas menos favorecidas por el planeta invernadero, gente apegada a un terruño que sigue proporcionándoles fuerza y fe.
La conexión con Sara resulta aún más vívida y profunda gracias a la extensión del libro. Conocerla tan a fondo, devanar su psique, las debilidades, los deseos, el poder de una persona que comparte nuestra época, quizá sí necesitan, aún, tantas páginas. Aún. Mientras cada vez más comerciales repiten que hay que escribir novelas más cortas para que se vendan mejor, aparecen 704 páginas que preguntan: ¿seguro?
Planeta invernadero da tiempo para conocer a y empatizar con una persona que zozobra moralmente en un lugar corrompido de varias formas. Gracias a un autor que, a base de frases cortas, lenguaje llano, expresión directa, un gran dominio de esa realidad llamada Poniente y la certidumbre de adónde quiere llegar con su historia, es capaz de alternar la reivindicación de mujeres que defendieron la educación y el medioambiente como María Moliner, Rachel Carson o Petra Kelly, con la inmersión en las dinámicas cotidianas de los agricultores en serie, y de los eco también, la detallada descripción de un ciberacoso, o el fustigamiento a empresarios, científicos y políticos maleantes pero también a ciudadanos que parecen educados para maltratar o dejarse someter, ella incluida, que forma parte de esa inmundicia.
La novela expone el poco amable despertar a una situación y un lugar insostenibles. Sara pasa de una incomodidad tolerable a coquetear con la fascinación por el mal, baja a los infiernos, reacciona en un entorno que mezcla lo artificial y lo cutre con instantes de naturaleza esplendorosa, transitando del bareto-puticlub, de los machotes cavernícolas, a los agricultores curtidísimos que entutoran tomateras en segundos o a las amigas que recogen aceitunas contigo en tu etapa más pésima, ofreciendo por momentos un imaginario de contrastes que remite sin duda a las sordideces de Houellebecq. Matrimonios intelectuales aficionados al intercambio de parejas y ancianos tradicionales e implacables apegados al tajo conviven en unas páginas con la desmitificación de tótems como Moby Dick -a Sara le pareció un tostón-, el autor dispuesto a huir del tópico, aunque de vez en cuando se escore hacia lugares comunes buenistas y Carson o Kelly no dejen ser mainstream. Todo capitaneado por una Sara que, eso también, es de las que prefieren tener un hombre cerca: vamos a ver cómo se relaciona, sobre todo, con tres.
El sexo es clave, se trata con profusión. Dice mucho de ella. Y de él, de Navarro de Castro. Porque escribir un libro tan físico, en el que la tierra, el agua y los cuerpos están hiperpresentes, exigía una protagonista desnuda y táctil. Navarro de Castro ha aceptado, seguro que buscado, el desafío. Enorme. De lo más raro, por no decir insólito, al menos en la literatura conocida por mí, porque jamás leí a una mujer tan rezumante escrita por un hombre. En esta historia hay mucho, pero mucho, flujo, sudor y agua. Rebosa sexo, polvos a destajo, de todo tipo, descritos con sensual o agresiva meticulosidad, hasta el punto de que no puedes dejar de pensar que quien ha escrito eso es un señor de cincuenta y tantos, alguien con pene. Con polla. La proyección de Navarro de Castro en su protagonista es, como poco, innovadora. Un atrevimiento que le sale pasmosamente bien, y eso es lo que impresiona hasta aturdir. ¿Cómo ha podido sentir así? ¿Tuvo una apuntadora? ¿Es homo o bisexual?
En cualquier caso, ese triunfo le permite abordar la intimidad no solo a flor de piel, porque profundiza en el sentimiento gracias a las vibraciones del propio cuerpo, elevando nuestra comprensión de Sara. Comprensión ya de por sí muy honda, porque la ingeniera también se nos despliega desde su lado más científico, aportando datos del precio del tomate o revelaciones sobre cómo crecen las esparteras y los palmitos en el desierto de invernaderos; desde sus opiniones sobre la marcha del mundo alimentadas por noticias de periódicos y algún buen ensayo, insistiendo con Petra Kelly, su ídola indudable -¡si hasta llegó a hablar de sexo en sede parlamentaria!- además de un sinfín de conversaciones con campesinos, burócratas, directivos del Poniente; completada con, claro, sus deseos y dudas, sus filias y fobias…
Es cierto que se trata de una mujer en el fondo decantada hacia el lado políticamente correcto de la balanza, si bien sus incursiones no solo en lo incorrecto sino a veces un poco más allá, le conceden un relieve nada estereotipado que la aúpa como una moderna antiheroína poliédrica que afrontará episodios de pornovenganza y demonización vecinal azuzados por una sociedad bastante enferma, la verdad. El simbólico final corona esta obra que retrata muy bien muchas cosas de hoy con una sencillez al alcance de poquísimos. Conclusión: hay que aplaudir.
Lola Batiste