Noche negra
Pilar Quintana
Editorial Alfaguara
España, 2025
En Noche negra, Pilar Quintana regresa a uno de los territorios donde su escritura alcanza mayor hondura: la selva húmeda del Pacífico colombiano, un espacio que respira, observa y formula su propia ley. Desde La perra —finalista del National Book Award en 2020— hasta Los abismos —ganadora del Premio Alfaguara 2021—, Quintana ha perfeccionado una poética donde naturaleza, miedo y cuerpo se entrelazan con precisión sensorial. Y aquí, en la más profunda negrura, esa arquitectura narrativa llega al punto en el que cada elemento del entorno tiene peso, latido y voluntad.
Punto de partida: Rosa y Gene levantan una pequeña casa frente al mar, hecha de tablas, asbesto y herramientas prestadas. Cuando él debe ausentarse unos días, Rosa se queda sola, y el relato empieza a hundirse en la oscuridad progresiva de las noches que conducen a la luna nueva, “la noche más negra”, cuando “no sale” y el mundo parece retirarse del todo. Ese ciclo lunar -de domingo a miércoles- no es solo un marco temporal: actúa como ritmo emocional, acompasando el deterioro interior de la protagonista.
Rosa lidia con lo cotidiano, pero en su entorno lo cotidiano nunca es inocente: la tarántula inmóvil que observa la cama, los pasos en la maleza, el rumor de un motor que se acerca demasiado a la casa, la puerta que no termina de cerrar, la luz que se apaga. Aparecen soldados, trabajadores, vecinos que pasan a “saludarla”, hombres que la saben sola. Cada gesto, cada palabra, es una amenaza en potencia. Es el tipo de miedo que recuerda a autoras como Shirley Jackson o incluso a los textos de Samanta Schweblin, donde la percepción traiciona a quien observa.
Pero aquí el paisaje lo decide todo. La selva funciona como un tercer personaje, un organismo que acompasa la respiración de Rosa. La humedad que no se va nunca, el olor a hojarasca, los insectos que estallan contra la lámpara Coleman, la lluvia que hace temblar la estructura de la casa. En uno de los momentos más tensos, “la casa tiembla…”, y no sabemos si es la tormenta, el derrumbe o el miedo interior el que sacude a la protagonista. Aquí, la naturaleza es como una enorme fuerza moral que recuerda a Rosa sus carencias afectivas, la sensación de sentir la carga de un vacío amplificado por un espacio que confirma cómo el miedo es una forma de pensar el mundo.
Rosa no es ingenua, pero tampoco está a salvo de sus propios pensamientos. Mientras revisa objetos de la casa —el dinero escondido en un libro hueco, Nassau Senior and Classical Economics; las latas de comida; la escopeta que no sabe usar—, su mente oscila entre la vigilancia y la paranoia. Empieza a preguntarse si Gene la engaña, si volverá, si los hombres del camino cruzarán la puerta, si ha hecho bien en mudarse a un lugar donde incluso la noche tiene voluntad.
Y esta especie de frontera ambigua es uno de los mayores logros de la novela al insinuar constantemente que la amenaza puede ser real o imaginada, que la selva puede ser refugio o sentencia. Porque realmente, narra el miedo sin esa necesidad de justificar o sobreexplicar que el entorno sea pensamiento. Y es fascinante cómo hace del paisaje una estructura ética. La noche marca el ánimo; la luna regula la tensión interna; la selva observa, calla, dicta el clima emocional del libro. “Nunca había visto una madrugada tan negra y quieta”, dice Rosa.
Conteniendo la prosa y el aliento, podría volver una y otra vez a esa casa donde tiene lugar un relato sobre la vulnerabilidad, pero también sobre la violencia o la paranoia. Adentrarse en esta noche negra es -además y bien subrayado- una reflexión sobre lo que ocurre cuando el paisaje se vuelve más verdadero que las palabras que intentamos usar para nombrarlo. Cierro el libro y me queda la sensación de que la selva sigue respirando detrás de mí.
Luci Romero