La bandera en la cumbre: una historia política del montañismo Pablo Batalla Cueto

Ed. Capitán Swing, Madrid, 2025 

Las montañas y las banderas invisibles

Hace unas semanas el montañero abulense Carlos Soria coronó la cumbre del Manaslu, convirtiéndose de ese modo en la persona de mayor edad en escalar un pico de ocho mil metros. Las crónicas de Radio Nacional se felicitaban por ello subrayando el hecho asombroso de su edad, 86 años, un mérito innegable y quizá motivador para muchas personas

Al mismo tiempo, y quizá sin ser conscientes de ello, la información cifraba algunos contenidos que forman parte del imaginario contemporáneo referido al alpinismo y que, en general, son asumidos como normales y no cuestionados.

En primer lugar se celebraba una competición no declarada (en este caso referida a la edad). En segundo lugar se mostraba orgullo por la nacionalidad del alpinista (es español). En tercer lugar se obviaba el hecho de que nadie sube solo a un monte, ni baja, sino que lo hace con la ayuda de otras personas, en este caso sobre todo sherpas, tan a menudo ignorados en las crónicas del himalayismo occidental y sin los cuales este no hubiera existido.

Tenemos aquí, por tanto,  cuatro de las ideologías analizadas en el libro de Pablo Batalla, La bandera en la cumbre, uno de cuyos valores sería ayudarnos a descodificar este tipo de mensajes aparentemente neutros. 

En las crónicas sobre Carlos Soria, la primera de esas ideologías tiene que ver con el neoliberalismo y su capacidad de convertirlo todo en mercancía y en competición. La segunda se refiere el nacionalismo, expresada en el orgullo de que el alpinista sea compatriota. La tercera apunta al liberalismo y su exaltación de la individualidad, es decir, de la mentira de la individualidad. La cuarta tiene que ver con el colonialismo y la postergación de los nativos. Habría una quinta aún más subterránea: la circunstancia cuestionable de los viajes a lugares lejanos en la era del cambio climático y el impacto de nuestras actividades en la naturaleza (ecologismo).

El libro de Pablo Batalla investiga todas estas ideologías asociadas al alpinismo, desmontado con ello el mito de la montaña inocente. Pablo describe y explica qué bandera, qué ideología llevamos a la montaña, incluso cuando aparentemente no llevemos ninguna. Investiga también cómo las grandes ideologías de la modernidad han utilizado el alpinismo para sus fines propagandísticos, o cómo su campo semántico ha impregnado el lenguaje de todas ellas con su épica de esfuerzo, peligro y superación. 

La historia del alpinismo tiene casi 250 años. Empezó justo tres años antes de la Revolución Francesa,  hija de su mismo espíritu ilustrado, con la primera ascensión que Balmat y Packard realizaron al Montblanc en 1786. El devenir del alpinismo es semejante al de aquella ilustración que agoniza no ya como un proyecto inacabado, sino como una probable distopía. En ambos casos, el mundo aparece humillado y la banalidad y el extractivismo se han apropiado  también de las cumbres.

Pese a todos sus anhelos de fuga, el alpinismo ha sido un reflejo del devenir de la sociedad, no un territorio ahistórico capaz de situarse por encima de los conflictos y de flotar en un reino de intachable neutralidad.

Concebido en muchos momentos como huida del mundo, nunca ha conseguido desvincularse de sus disputas y miserias. No escenario de paz, sino a menudo campo de batalla. De ese modo, lo que empezó en el Montblanc como una expresión de la emancipación humana se ha puesto sucesiva o simultáneamente las botas del individualismo burgués, de las esperanzas revolucionarias, de la arrogancia imperialista, del  irracionalismo nazi, de la decolonización, del feminismo, del ecologismo .… demostrando su capacidad polisémica, su facilidad en la proyección de anhelos universales y transversales, y de ahí su extraordinario éxito para simbolizar cualquier teleología, cualquier empresa o empeño tanto colectivo como individual.

El libro explora quince ideologías de la modernidad, y también tres religiones. Se para ahí porque el autor afirma que otros ámbitos culturales le resultan muy ajenos (hinduísmo, budismo) como para realizar un estudio riguroso. Se sumerge, sin embargo, en las motivaciones de ideologías contrarias a la propia adoptando el símil de Ulises y las sirenas, atándose al mástil del barco para no sucumbir a sus cantos, pero sin renunciar a escucharlos y saber qué dicen. Se ocupa de ideologías inéditas en su relación con la montaña como el animalismo o el movimiento LGTBIQ+, hasta hace poco extraños a las cumbres. Habla de la monogamia montañera (explorar solo las montañas cercanas) y de los olvidados en la historia (pastores, porteadoras) porque en la montaña no solo hay paisaje, sino también paisanaje. Prefiere contar historias de montañeros anónimos y no de los grandes nombres del alpinismo. Hace alguna excepción pertinente, y así aparece Messner para aportar una glosa literaria: “la literatura de montaña está redactada en el lenguaje de los soldados”. En ese sentido, la apuesta del autor es la contraria: buscar otro lenguajes. Así reivindica a la escocesa Nan Sephard y su obra La montaña viva, uno de los títulos claves del nature writing británico, o a la madrileña Olga Blázquez y su apuesta no por la cima, sino por la anticima, no el lenguaje de los soldados sino el de la seducción, no la montaña como algo a conquistar sino como algo a lo que amar y de lo que aprender.

La lucha de clases tiene su correlato en las alturas. Siendo en sus inicios una actividad de aristócratas y burgueses ociosos, la clase obrera gana su derecho al disfrute de ese espacio público. Del mismo modo opera el feminismo, arrancado de manos de los hombres el derecho a subir montañas. 

Sin cargar las tintas, Pablo se decanta hacia esas miradas pacifistas, ecologistas, feministas, socialistas, emancipadoras, porque, no obstante, su primer libro, germen de este, abogaba desde el título por un montañismo lento, ilustrado y anticapitalista. Subraya también cosas que ya  no son solo ideología, sino pura herramienta activista: los hermanos Ravier son los primeros en utilizar técnicas de escalada para colgar una reivindicación en las alturas. Suben a la catedral de Burdeos y dejan allí suspendida una pancarta en la que se dice “(…) Detengamos la guerra de Argelia”. Era el año 1960.

Es fundamental también su análisis de eso que él llama la interseccionalidad. No tenemos solamente una ideología, y una praxis, sino varias, de tal modo que se puede hacer a la vez alpinismo feminista e imperialista, decolonial y neoliberal, porque todo está atravesado por contracciones, todo es complejo y los cuerpos se sitúan o son situados en encrucijadas diversas.

De ahí que este libro nos apele directamente, nos haga reflexionar sobre nuestra propia praxis, que es la función última de cualquier libro.  Los buenos libros nos ayudan a leer el mundo y también a nosotros mismos, a decodificar la complejidad que somos. ¿Qué bandera llevamos nosotros a la cumbre, por tanto? En primer lugar, mal que nos pese, llevamos la del capitalismo: miremos nuestras ropas, si no, casi todas ellas publicitadas como telas mágicas, capaces de transportarnos a los territorios de la  libertad alpina, y sin embargo fabricadas muchas veces en talleres abyectos por trabajadores semiesclavos. Escuchemos las conversaciones de nuestros compañeros de ruta o de cordada. ¿De qué hablan? Hablan a menudo de la nueva furgoneta camperizada, la conversación estrella de los rocódromos. Hablan de viajes al Himalaya o al Kilimanjaro que pueden parecer estupendos pero que son también actos imperiales en un mundo insoportablemente asimétrico.

Por supuesto, también llevamos otras. La de canal Roya, por ejemplo, que es la del ecologismo social. Y también la de la fraternidad y la ayuda mutua, que son las banderas del socialismo y del anarquismo. Y también, por supuesto, la de la alegría y la fascinación, que es una que no aparece explícitamente en el libro y que no sé si tiene nombre, si tiene categoría ideológica o si es la más transversal de todas ellas. De hecho, pese a la naturaleza ensayística del texto (por cierto,  muy bien documentado), aparece en él, en sus múltiples historias, pero sobre todo en los capítulos dedicados al ecologismo y al animalismo, esa mirada fascinada, curiosa y agradecida por la pura  materialidad del mundo. Es entonces cuando Batalla muestra un lirismo desusado en este tipo de ensayos, y la materia discursiva cede espacio a la escritura poética. Así, la bellísima y delicada descripción del treparriscos, cuya aventura en los montes Hasmas rumanos funciona como obertura musical a uno de los capítulos. Lo mismo cabe decir de sus glosas a Nan Shepard, ahí la música de los Cairngorms suena de nuevo con la misma sutileza y el mismo dulzor que los empleados por la autora escocesa.

En un momento en que la relación entre deporte y política vuelve a ser un tema central, muy especialmente debido a La Vuelta  y al genocidio en Gaza, este libro aparece para recordarnos que “No existe la no política, todo es política”, palabras de un personaje de La montaña mágica citado en el libro;  que incluso en las cúspides del mundo, en los lugares más alejados y hostiles, los seres humanos pugnan entre sí para llevar cada cual su bandera y defender su visión del mundo, también aquellos que aparentemente no llevan ninguna. Si el alpinismo nació con la Ilustración, este libro permanece en la mejor tradición ilustrada. Entonces se pretendía demostrar que en las cumbres no vivían ni dioses ni demonios, y que era necesario “desencantar” el mundo, vaciarlo de superstición y ganar esos territorios para la ciencia y el conocimiento. Este libro, del mismo modo, adscrito a la misma tradición, viene a decirnos que hemos cambiado allá arriba unas supersticiones por otras, unos dioses por otros, pero que seguimos proyectando en las montañas miedos y deseos equivalentes y quizá, en muchos casos, igual de equivocados.

 

                                                                                              Pedro Sáez Serrano