Fieras interiores Andrés Cota Hiriart
Random House, 236 pág.
¿Queridos? polizontesCuando Fernando Pessoa y Walt Whitman vinieron a indicar que cada humano contiene multitudes, nos introdujeron en la modernidad literaria, aunque de una manera basta, todavía muy imprecisa. Yo soy muchos, decían. Sí, muy bien, ¿pero cuántos exactamente? Eran poetas, intuían como pocos, y la tecnología semiprimitiva les permitía soltar notorias imprecisiones. Ahora que drones y superlentes casi pueden clavar el número de asistentes a una manifestación o de espermatozoides eyaculados, los escritores como Andrés Cota disponen de números para certificar que una persona ES unos cien trillones de microbios, más o menos. “Multitud” quizá se nos quede corto.
Gracias a las herramientas del siglo XXI y a una síntesis de las lecturas naturalistas y médicas de toda la Historia de la Humanidad, Cota ha decidido dedicar un libro a los parásitos y a su abuela, principalmente. También influyó que un gusano filtrado bajo la piel le fuera tatuando el dorso de manera entre fea y temible: “tuve la impresión de que mi visitante estaba intentando comunicarse conmigo trazando letras en braille desde la cara interna de mi piel”. Fieras interiores (Random House) empieza con este episodio de invasión corporal, idóneo para de inmediato abrir las compuertas del universo de “okupas anatómicos”, de “taxonomías polizontes”, que habitan los cuerpos mamíferos, entre ellos los nuestros.
Si bien Cota advierte que la mayoría de parásitos nos ayudan, en el libro menudean los huéspedes poco amistosos, protagonistas de descripciones inquietantes, de escenas más bien gore y de historias que oscilan entre el humor y un terror didáctico que igual desafía los límites de nuestro asco que revela trucos para extraerte una garrapata o para que un toxoplasma no te acabe colonizando el cerebro.
El toxoplasma y su abuela (la de Cota) destacan entre toda esta fauna. El posible nexo entre ambos es clave en el libro. El toxoplasma supondrá una gran revelación para los analfabetos en parásitos (yo el primero), que descubrirán a un virtuoso en dominar la voluntad de su anfitrión, al que obliga a ir contra sus propios intereses con tal de facilitar la reproducción del huésped. Un ejemplo es la rata. El toxoplasma se las ingenia para ser ingerido o trasplantado al roedor, y, una vez dentro del organismo, reduce los niveles de estrés de la rata ante claros indicios de peligro, como la orina de un gato. A la vez, aumenta la producción de dopamina, neurotransmisor identificado con el placer, cuando y donde no debe, convirtiendo a la rata en una suicida en potencia. El objetivo del hackeo mental es que se la coma un gato, porque los felinos son el paraíso reproductor del toxoplasma, aunque los humanos también les valemos.
Además, Cota habla de grillos poseídos, hongos que esclavizan a hormigas, avispas que transforman a artrópodos en zombis… describiendo un inmenso mundo ultrarreal bastante virgen para la literatura y para el grueso de la ciudadanía. Extraño desconocimiento el nuestro, sugiere Cota, teniendo en cuenta que el “factor de letalidad” histórico de los parásitos ha sido mayor al de todas las guerras juntas. A lo largo de muchas páginas, el parásito cobra la escalofriante dimensión narrativa del maligno extraterrestre del siglo XX, hasta que el mexicano se pone la bata médica y subraya que también hay parásitos fundamentales para nuestra salud, que determinan la calidad de nuestra biota y, por eso, de nuestro ánimo y nuestro carácter. “No fui yo, fueron mis bacterias”, podría ser un argumento exculpatorio ante según qué actitudes o acciones, bromea el autor.
Y ahí es donde entra su abuela. Cota la conoció ya alterada por la esquizofrenia. Un día le clavó un tenedor en la mano. Le contaron que el trastorno le sobrevino de mayor. ¿Una perturbación repentina?, piensa Cota, que, al indagar en el método y los procesos del toxoplasma, realiza una serie de asociaciones inéditas que le llevan a encontrar paralelismos alarmantes, llegando a preguntarse hasta qué punto su abuela pudo haber sido invadida por un huésped indeseable.
Recurriendo a la última literatura científica y en ocasiones a alguna literaria, además de a la fantasía, el zoólogo especula con la secuencia que desnortó a su abuela, y esto le zambulle en el historial genético familiar: revisa comportamientos y personalidades de su parentela, rememora escenas entrañables o conflictivas reconociendo una inclinación familiar por las distintas adicciones, pero siempre fiel a la retranca. “Le debo mucho a la disolución del matrimonio (de mis padres)”, afirma Cota, vástago de científicos que, tras la separación, encontraron a un fenomenal interlocutor en su hijo pirrado por las ciencias naturales. “Soy producto del aborto transgeneracional”, dice también, después de contar cómo, antes de concebirlo, sus antecesoras sufrieron varios abortos… que acabaron propiciando su nacimiento, y por lo tanto el de este libro.
Las intimidades domésticas alternan con las descripciones divertidas, truculentas o muy técnicas, si bien Cota no quiere perder la atención y, cuando se aproxima a un tramo de cierta farragosidad especializada, advierte que soportarlo valdrá la pena. Es un divulgador nato, un narrador moderno tocado por la gracia literaria, de vocabulario rico, fraseo trepidante y secuencias con gancho. En ocasiones resulta algo desigual, aparece un tropezón, unas cuantas, pocas, páginas algo desconectadas del resto, pero son ruidos mínimos para una obra valiosa que camina por un lugar diferente y despunta como exactamente de su tiempo, con el tono, la información y la tecnología de hoy. Si su anterior Fieras familiares hizo pensar en Gerald Durrell, Fieras interiores es Durrell con microscopio electrónico. Su campo de interés también evoca a una Annie Dillard una pizca más científica y desmelenada, aparte de al legendario entomólogo Jean-Henri Fabre.
El libro se eleva como una oda a un universo casi tan ignoto como el de las plantas, distinguiendo a Cota como una especie de Stefano Mancuso de los microseres, un comunicador chispeante capaz de invitarnos a mirar con pasmoso aprecio a esos millones de individuos cuya importancia para nuestras vidas solo ahora empezamos, narrativamente, a atisbar.
Gabi Martínez